sábado, 8 de agosto de 2015

Aterrizar en Londres

“Nos acaban de informar que tenemos que esperar cinco minutos antes de comenzar las maniobras de aterrizaje porque llegamos con un poco de antelación”, informó el piloto de BritishAirways en un inglés británico completamente adictivo. Miré mi croissant relleno con algo de impaciencia, no veía la hora de tocar tierra firme.

Pocos días atrás, cuando compré mi pasaje desde Buenos Aires hacia Milán con escala en Londres, sentí una punzada en el pecho. Supe que estaría dos horas como pasajera en tránsito en una de mis ciudades favoritas, respiraría su aire y tocaría su suelo, pero no podría visitarla. La situación me parecía un verdadero sacrilegio turístico.  

Con el correr de los días, encontré algunos modos de consolarme. Me repetí a mí misma que ya conocía Londres y que al menos tendría un momento para visitar el aeropuerto de Heathrow y disfrutar del acento más bello del mundo. Si era afortunada, tal vez lograría entablar una conversación con algún nativo y alcanzar lo que me gusta llamar un “orgasmo idiomático”(Dicése de aquel momento de placer desmesurado generado a partir del sonido de una lengua extranjera pronunciada por un nativo de forma perfecta y musical).

Volví a mirar la gigante medialuna y decidí guardarla para entretenerme durante mi escala en el aeropuerto. El avión giró suavemente y fui bañada completamente por la luz del sol naciente londinense. La imagen era hermosa. El sol, sobre un mar infinito de nubes, hacía resaltar sus formas y texturas. Aproveché para tomar muchas fotos con mi celular. Me sentí privilegiada por estar viendo lo más parecido a la idea que tenía del paraíso, pero no sabía que lo más impresionante estaba apenas por empezar.  

Observé que en la pantalla de entretenimiento el mapa mostraba claramente los círculos que realizaba el avión para hacer tiempo. Retomé mi sesión fotográfica y noté que empezábamos a perder altitud. Paulatinamente nos sumergimos en ese mar de algodones blancos y fue ese el momento en el que agradecí infinitamente al universo la vista que me estaba regalando. Un hilo de oro, el Támesis, guió mi vista primero hacia el Tower Bridge, más tarde al London Eye y luego al icónico Big Ben. 

Hice una maniobra dentro de mi cartera para encontrar mis anteojos sin dejar de apreciar la vista. ¡Se veía todo con tanta claridad! Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. Tal vez no visitaría London, pero estaba teniendo la oportunidad de apreciarla desde una perspectiva única. El cielo estaba cubierto de una neblina que, con los rayos de sol dorados, parecía contener polvo de hadas. El efecto era muy fotogénico y casi sobrenatural.


Los siguientes minutos los viví felizmente, con la nariz pegada contra el vidrio. No quería perderme ni un segundo del regalo panorámico que Londres me ofrecía. Cuando nos fuimos alejando del centro, pude distinguir el estadio Wembley y las miles de casas regulares tan típicas de la ciudad. Sonreí y seguí agradeciendo. Estaba más que satisfecha y aprendí algo: Los momentos más pequeños  de un viaje a veces son los que generan más emociones y recuerdos duraderos. Nunca dejemos de disfrutarlos.

#TheMapIsCalling




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