“Nos acaban de informar que
tenemos que esperar cinco minutos antes de comenzar las maniobras de aterrizaje
porque llegamos con un poco de antelación”, informó el piloto de BritishAirways en un inglés británico completamente adictivo. Miré mi croissant relleno
con algo de impaciencia, no veía la hora de tocar tierra firme.
Pocos días atrás, cuando compré
mi pasaje desde Buenos Aires hacia Milán con escala en Londres, sentí una punzada
en el pecho. Supe que estaría dos horas como pasajera en tránsito en una de mis
ciudades favoritas, respiraría su aire y tocaría su suelo, pero no podría
visitarla. La situación me parecía un verdadero sacrilegio turístico.
Con el correr de los días, encontré algunos
modos de consolarme. Me repetí a mí misma que ya conocía Londres y que al menos
tendría un momento para visitar el aeropuerto de Heathrow y disfrutar del
acento más bello del mundo. Si era afortunada, tal vez lograría entablar una
conversación con algún nativo y alcanzar lo que me gusta llamar un “orgasmo idiomático”(Dicése de aquel
momento de placer desmesurado generado a partir del sonido de una lengua
extranjera pronunciada por un nativo de forma perfecta y musical).
Volví a mirar la gigante
medialuna y decidí guardarla para entretenerme durante mi escala en el
aeropuerto. El avión giró suavemente y fui bañada completamente por la luz del
sol naciente londinense. La imagen era hermosa. El sol, sobre un mar infinito de
nubes, hacía resaltar sus formas y texturas. Aproveché para tomar muchas fotos
con mi celular. Me sentí privilegiada por estar viendo lo más parecido a la
idea que tenía del paraíso, pero no sabía que lo más impresionante estaba
apenas por empezar.
Observé que en la pantalla de
entretenimiento el mapa mostraba claramente los círculos que realizaba el avión
para hacer tiempo. Retomé mi sesión fotográfica y noté que empezábamos a perder
altitud. Paulatinamente nos sumergimos en ese mar de algodones blancos y fue
ese el momento en el que agradecí infinitamente al universo la vista que me
estaba regalando. Un hilo de oro, el Támesis, guió mi vista primero hacia el
Tower Bridge, más tarde al London Eye y luego al icónico Big Ben.
Hice una
maniobra dentro de mi cartera para encontrar mis anteojos sin dejar de apreciar
la vista. ¡Se veía todo con tanta claridad! Sentí que se me llenaban los ojos
de lágrimas. Tal vez no visitaría London, pero estaba teniendo la oportunidad
de apreciarla desde una perspectiva única. El cielo estaba cubierto de una
neblina que, con los rayos de sol dorados, parecía contener polvo de hadas. El
efecto era muy fotogénico y casi sobrenatural.
Los siguientes minutos los viví felizmente,
con la nariz pegada contra el vidrio. No quería perderme ni un segundo del
regalo panorámico que Londres me ofrecía. Cuando nos fuimos alejando del
centro, pude distinguir el estadio Wembley y las miles de casas regulares tan
típicas de la ciudad. Sonreí y seguí agradeciendo. Estaba más que satisfecha y
aprendí algo: Los momentos más pequeños de un viaje a veces son los que generan más
emociones y recuerdos duraderos. Nunca dejemos de disfrutarlos.
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